Henry Spencer Martes, 18 noviembre 2014

En busca de mi hermanita menor

10606025_10152330770267104_7901198633789900902_n

I

Me reúno con un director peruano para grabar una conversa para La Habitación sobre su película, que no solo me ha gustado, sino me ha conmovido muchísimo.

Mientras caminamos por Miraflores, me comenta que su esposa me conoce, que me alucina desde pequeñito.

Claro que nos conocemos, le digo. Le pregunto cómo está ella, en qué anda, pero en verdad quiero preguntarle por Vadela, la hermana menor de su esposa y, alguna vez también, mi hermana menor.

A Vadela la conocí en 1995, uno de los años más pajas de mi vida, en su casa.

Caí de pura casualidad.

Paraba en el barrio de un amigo del cole y, a su vez, sus amigos del barrio paraban en la casa de 3 hermanas cuyos nombres empezaban con v.

Una de ellas -la menor, preciosa, de cerquillo, que vivía pegada a su perro peludo- era Vadela.

No recuerdo cómo me pegué a ella. Simplemente sucedió.

-“¿Y cómo está Vadela?”
-“Muy bien”, me cuenta el director peruano mientras caminamos por Miraflores buscando un buen lugar para grabar, “está trabajando en una agencia”
-“Qué bueno. Me alegro mucho. Ya no la veo, ¿sabes?”
-“¿Por qué?”
-“No lo sé. Creo que le caigo mal”, le contesto
-“¿Por celebrity?”
-“¿Por celebrity? No entiendo”

Ese verano de 1995 Vadela y yo decidimos hacernos hermanitos.

Ella era, oficialmente, mi hermana menor, en una de las figuras más dulces que recuerdo de mi adolescencia (yo tenía 15 y ella 12, creo).

Poco a poco empecé a dejar de parar en el barrio de mi amigo, y poco a poco dejé de ver a Vadela.

 

II

El 2005 fue un año raro, pero bonito.

Hice algo que nunca había hecho en mi vida: salir, salir un montón a bares, cafés, fiestas, reuniones.

Conocí un montón de gente y bebí, por única vez en mi vida, más de lo debido (pero nunca tanto, pezweon).

Un día estaba en un lugar llamado Oso Bar, en Miraflores, y se me acercó una chica a decirme, al oído, una bulla de mierda había: “mi amiga dice que te conoce, que te alucina desde pequeñito”.

Sonreí reaccionando al que, estaba seguro, era el floro clásico y cuando volteé no podía creerlo.

Era Vadela, convertida en toda una señorita de 22 años.

La abracé, la cogí de la mano, le invité una cerveza y nos sentamos a ponernos al día.

A partir de esa noche tratamos de recuperar los 10 años de tiempo perdido parando un montón, en exceso, como debe ser.

Caminamos, por meses, todas las calles de Barranco y Miraflores una y mil veces y otra vez, recordando cómo éramos de niños.

Fuimos a decenas de bares y cafés para celebrar nuestro reencuentro.

Hicimos varias pijamadas en mi casa (donde yo le “armaba” su cama al lado de la mía, jalando un colchón del cuarto de al lado).

-“Tienes que poner música”, me decía Vadela
-“Yo no puedo dormir con música, o nunca lo he intentado”, respondía
-“Pero yo no puedo dormir sin música o tele o bulla. ¿No podemos encontrar un punto medio?”

Entonces entraba a radioblogclub.com (como un Spotify del 2005) y ponía Nirvana o Green Day o Metric -ella me enseñó Metric- y dormíamos con un playlist random y eterno que se armaba y nos arrullaba como hermanitos (“hermanis”, nos llamábamos el uno al otro).

A veces me despertaba de madrugada para ir al baño y tenía que “cruzar” sigilosamente su colchón, cuidándome de no despertarla.

Cuando regresaba, y hacía los mismos malabares de puntitas, me la quedaba mirando algunos segundos, mientras dormía.
(Y si estaba destapada, la tapaba, y se daba cuenta entre sueños, y sonreía).

“Hay que dejar de hablar de lo de hace 10 años y concentrarnos en los próximos 10”, me dijo, un día, emocionada mientras caminábamos las mismas calles de Barranco.

 

III

-“¿En verdad alguien puede dejar de querer a alguien porque se volvió famoso?”, le pregunto al director peruano
-“O sea, lo que pasa, generalmente, es que la gente asume que al volverte conocido, y a veces más ocupado por la chamba, te distancias porque te sientes ahora parte de “otro mundo”, como que los choteas, como que te sobras, manyas?”, me explica F.
-“No, pero no fue por eso, creo”
-“¿Entonces, qué pasó?”
-“No recuerdo. Ese es el problema”

Y esa es la verdad. No recuerdo por qué me alejé de Vadela o, más bien, en realidad, por qué ella se alejó de mí.

Debo haber sido un pesado del carajo -que lo soy, cada vez menos, en realidad- o un antipático insoportable.

Pero es eso. Los últimos 10 años de mi vida me he preguntado por qué.

Y la única manera que encuentro de acercarme nuevamente a Vadela es escribir, porque aquí todo, tal vez, espero, puede tener un final (más) feliz.

Porque si Vadela lee esto y siente alguito de lo que sentí, aunque no quiera llamarme o verme o comunicarse conmigo, estaré un poco más contento.

Porque no tengo miedo a que haya una mala reacción o un desplante tipo “ay, LC. Para qué escribes esas cosas. Eramos un par de niños. Ya pasó” porque creo -una vez más, es solo mi teoría- que mientras más crecemos nos vamos acercando más a los sentimientos de pureza, encanto e inocencia que teníamos de niño.
Y si de chibolos podíamos, sin roche, acercarnos a un amigo o amiga a decirle con una sonrisa tierna “ya, pues. No estés molesta conmigo”, de grandes también podemos hacerlo.

Es curioso como, por cojudeces (por cojudeces, en verdad), nos alejamos de personas con las que hemos disfrutado momentos claves en nuestra vida, que nunca olvidaremos.

Yo nunca olvidaré el día que conocí a Vadela (y su perro peludo), la noche que una amiga suya me dijo al oído que en aquel bar había alguien que me conocía desde chiquito, ni la tarde que caminé con un director de cine por Miraflores pensando que la vida es muy corta para andar distanciados 10 años más, Vadela.