Henry Spencer Domingo, 15 noviembre 2015

Abuelo y flaquito

Underwood

Imagen: Cortesía

He soñado contigo y me he despertado llorando.

Yo te abrazaba fuerte, como no dejándote ir, y tú me correspondías el abrazo con la misma intensidad.

“Te extraño. No te vayas, por favor”, te decía al oído y tú me respondías -con la misma pena, pero algo más calmado y tu calma me tranquilizaba- “yo también te extraño, flaquito”.

Y desperté, con la almohada empapada y con ese llantito que duele, que angustia, que sientes que sale de lo más profundo.

Yo era tu flaquito y tú eras mi abuelo. Una época, también, fui tu secretario.

Lo primero que me enseñaste fue a vestirme de manera adecuada para ir a la chamba: camisa, pantalón, zapatos.

Luego me enseñaste a contestar el teléfono, a pasarte con los clientes, a tipear en tu máquina de escribir Underwood -que poseo yo, hasta ahora, y quiero reparar lo más pronto posible-, a utilizar Liquid Paper cuando la cagaba tipeando, a abrir sobres de manera perfecta con una cuchilla especial, a utilizar el servicio de correo postal -el pre Serpost- que quedaba en la esquina de la oficina.

¿Recuerdas que me volví un fan del correo postal y me escribía con un montón de gente del extranjero, los llamados “pen pals” (amigos por correspondencia) por aquel entonces?

Diez años después, ya en la universidad, tú también te convertiste en mi amigo por correspondencia, electrónico.

Vivíamos fascinados por la primera llegada del Internet. Todos sacaban su cuenta de correo electrónico -algunos sacaban varias, no sé por qué. “¿Tienes correo electrónico?”, “sí, tengo varias cuentas”, te respondían- y tú y yo no éramos la excepción.

Nos escribíamos pero un montón. Y era bravazo, porque al leerte, al escuchar tu voz mientras leía, sentía que estaba conversando con una persona de mi edad, veinte por aquel entonces, y no había la distancia emocional que, en teoría, separa a un nieto de su abuelo.

Qué rabia haber perdido todos esos correos.

Te extraño. No te vayas, por favor.

Fue en mis veintes también que me di cuenta que nuestra cercanía no era gratuita. Empecé a notar que eras muy nervioso, preocupadito, que tenías mucho miedo.

Y lo empecé a notar porque empecé a ver en mí esas mismas características, que conservo hasta el día de hoy. Soy tan miedoso como un pequeño niño que sale por primera vez a la calle a enfrentarse al mundo, solo que nadie parece darse cuenta.

“Tú de grande vas a ser como el abuelo”, me repetían con penita, por esa época, mi mamá, su mamá -la enanita- y mis tíos (“¿de grande?”, pensaba yo. “Pero si ya soy así”, quería responderles, pero solo sonreía, tímido, resignado, sin ganas de discutir).

Flaquito, nunca he llorado por nadie como lo he hecho por ti.

El día que te fuiste -y los días posteriores, y los días posteriores a los posteriores- he caído al piso de dolor, y he rodado, llorando, como si fuese ese niño de diez años que tipeaba tus cartas en la oficina.

Quería volverte a ver, una sola vez más, para decirte lo que siempre te dije durante todos nuestros días juntos. “Gracias por todo. Te quiero”. “Yo también te quiero, flaquito”.

He rodado en el piso de dolor recordando la sonrisa que iluminaba tu rostro cada vez que, en los últimos años, te visitaba. Abrías los brazos con la ilusión de un pequeño niño perdido en medio de la ciudad que se alegra por encontrar a sus padres.

Yo te abrazaba fuerte, como no dejándote ir, y tú me correspondías el abrazo con la misma intensidad.

Mi sueño ahora es verte todos los días, mientras duermo, y no despertar llorando.

Abrazarte más, convencerte de que te quedes conmigo.

Te extraño. Voy a reparar ahora mismo la máquina de escribir, ponerme camisa, pantalón, zapatos, y tipear todas las cartas que quieras para que podamos estar juntos.

Díctame, díctame todo lo que quieras, pero no te vayas.

¡Te extraño, flaquito! ¡No te vayas, por favor!