Henry Spencer Martes, 11 noviembre 2014

Yo quiero a papá

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De chibolo me sentía un super héroe cada vez que mi papá, antes de dejarme en el colegio, me daba un billete de 10 intis para comprar mis galletas Coronitas en el kiosko.

Solo necesitaba eso para sentirme millonario: un billete de 10 intis y la certeza de que en el recreo correría a comprar mis galletas.

Esa pequeñez era lo que me impulsaba hacia el día y me ayudaba a olvidar la flojera de lidiar con una mancha de cursos que, muchas veces, ni comprendía para qué nos dictaban.

A veces —por mi culpa, por su culpa— llegábamos tarde al cole, raspando el cierre de puerta (si escuchábamos “El Informativo Solar”, a las 7:55 am en RPP Noticias, sabíamos ya estábamos tarde) pero cuando nos quedaban minutitos antes de la hora, a mi papá le gustaba bromear con una frase que nunca olvidaré.

“Sobrado llegamos. Nos da tiempo hasta para parar en la bodega a comprar una gaseosa y unas Coronitas”, a lo que yo —siempre me creía la broma— respondía con un desesperado “nooo!!!”.

Hace algunos meses fue el Mundial (“el mejor Mundial de la historia”, qué paja) y pasó algo muy bonito con papá.

La celebración coincidió con algunos días bastantes libres de chamba para mí y con la llegada de una tele mega ultra hiper grande a mi sala.

Poco a poco, y sin darme cuenta, mi papá se hizo de la costumbre de llegar temprano a mi casa con el desayuno para ver los partidos.

Fue divertida la transición de recibir sus llamadas cada mañana pidiendo permiso/anunciando su llegada a simplemente escuchar el timbre, ya él con la total confianza de caer como si fuese su casa, sin anuncios, sin cojudeces.

Hace años no pasaba tanto tiempo, tantos días seguidos, con papá.

Luego de los partidos, nos íbamos a pasear a todos lados.

Traté de llevarlo a todos mis lugares favoritos.

Una tarde terminamos en el restaurante del piso 21 de un hotel miraflorino, impresionados por la vista panorámica de Lima.

Para un lado, el imponente cartel de Field (en el clásico edificio Concorde al lado del mercado de Surquillo, ese día le estaban poniendo un cartelito que decía “150 años”).
Ese cartel es casi como una batiseñal, pues se ve de varios lugares de Miraflores.

Papá y yo recordamos las galletas Coronitas, las propinas y mis carreras hacia el kiosko del cole.

Esos días de disfrute me ayudaron a entender lo importante, necesario y hermoso que es pasar tiempo con la familia.

Comprendí cómo la sola presencia de un hijo puede causar enorme alegría a nuestros padres.

Me prometí a mi mismo pasar más tiempo con ellos y valorar, muchísimo más, cada momento que tenemos juntos, sea un super paseo a algún lugar bonito o el simple hecho de sentarse frente a la tele para ver, juntos, un partido, una película o los canales de noticias.

El día de la final del Mundial, mi tía nos invitó a su casa para una parrillada.

A veces, entre bañarme y cambiarme, me demoro un poquito de más (“te demoras como hembrita”, me dice mi vecina Luciana).

Ese día los papeles se invirtieron.

Esta vez papá estaba medio desesperado porque andábamos algo tarde.

Me apuré, pedí el taxi y safamos a la casa de mi tía (que nos reventaba el celular para ver por dónde estábamos).

En el camino, sabiendo que al día siguiente retomaba mis días de trabajo, había en el ambiente este filin de nostalgia de cuando se están terminando las vacaciones y tienes que regresar al cole.

Mi papá me agradeció por pasar tiempo con él.

Yo le dije que, al contrario, había sido una alegría para mí pasar tanto tiempo juntos.

“Gracias por acompañarme y ser mi compañerito todos estos días. Gracias por darte el tiempo”, me dijo, y nos abrazamos.

Mientras tanto, mi tía seguía reventándonos el celular.

“¿Sabes qué?”, le dije a papá, “sobrado llegamos. Tenemos tiempo hasta para parar en la bodega y comprar una gaseosa y unas Coronitas”.

Se echó a reír.

Y solo por joder, pedí al taxista que pare en la bodega para comprar mis galletas.